El cuento de Auggie Wrem
Una navidad, hace 8 años, un amigo me regaló "el país de las últimas cosas", de un tal Paul Auster. Ya no pude dejar de leer sus increíbles novelas donde la realidad y la fantasía, lo cotidiano y lo increíble se mezclan de tal forma que uno termina confundido. Absorbente, intrigante, reflexivo,.... siempre deja un final abierto que te impide comenzar otro libro hasta que tu cabeza desconecta del universo austeriano.
Poeta, traductor, novelista, guionista, ensayista....Os invito a entrar en su mundo regido por el azar, los cambios de rumbo, las decisiones que cambian una vida de golpe y la búsqueda del camino.
Aquí os dejo un fragmento de un relato corto que a más de uno os remontará a una magnífica película,
"Auggie y yo nos conocemos desde hace ya casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco de tabaco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es la única tienda que vende los puritos holandeses que me gusta fumar, suelo ir allí con bastante frecuencia.
Durante mucho tiempo apenas me fijé en Auggie Wrem. Era ese extraño hombrecillo que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y ocurrente que siempre decía algo gracioso acerca del tiempo, el equipo de los Mets o los políticos de Washington, y hasta ahí llegaba mi interés por él.
Pero un día, hace varios años, él estaba hojeando una revista en la tienda cuando tropezó con la reseña de uno de mis libros. Supo que era yo por la fotografía que ilustraba la reseña, y después de eso las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era solamente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente de importa un pepino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me recibió como un aliado, un confidente, un colega. A decir verdad, aquello me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de zafarme.
Sólo dios sabe que esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón de la que sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no le llevaba más de cinco minutos al día hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años había ido a la esquina de la avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto abarcaba ahora más de cuatro mil fotografías. Cada año representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencias, del 1 de enero al 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras recorría los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de lo más extraño y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un monótono ataque de repetición, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un inacabable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida aprobación. Auggie se mostraba imperturbable, mientras me miraba con una sonrisa franca, pero cuando llevaba varios minutos hojeando los álbumes, de repente me interrumpió y dijo:
- Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.
Tenía razón, desde luego. Si no miras con detenimiento, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más lentamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios climáticos, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Al cabo de un rato pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de la mañana laborable, la relativa calma de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos).
Y luego, poco a poco, empecé a reconocer algunos rostros de la gente en segundo plano, los transeuntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.
Cuando llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la manera como se conducían de una mañana a la siguiente, tratando descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados en sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni perplejo, como al principio. Comprendí que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía instalándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Observándome mientras yo estudiaba su trabajo, Auggie seguía sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, comenzó a recitar un verso de Shakespeare.
-Mañana y mañana y mañana- murmuró entre dientes- el tiempo avanza cauteloso.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo"
1 comentario
macarro -
Me encanta y me atrapa esa forma de contarlo